Así es como mis medias deben de sentirse en el lavarropas. Después de seis horas de calma y soledad en la autopista con peaje de Tánger a Marrakech, llegar a la ciudad más apasionante de Marruecos resulta impresionante. El tráfico fluye con bastante lentitud tras el final de la autopista. En primer lugar, hay unas cuantas camionetas de reparto, luego un goteo de motos de enormes ruedas y, finalmente, una marea humana sobre dos y cuatro ruedas.

Moto estacionada al costado de la ruta

De Málaga a Marruecos

Las jóvenes que están en la acera se quedan mirando. Los hombres de mediana edad sonríen y las motos resuenan mientras sus ocupantes mueven el acelerador al estar detenidos, pero me ofrecen un poco de espacio adicional. Cada tramo que avanzo me acerca más a la Medina, la parte antigua amurallada de la ciudad, y la escena callejera se vuelve más frenética. La ruta es una calzada de doble sentido y, aunque se respetan las leyes de tráfico más rudimentarias, existe una libertad generalizada en los procedimientos.

Área de la Medina de Marrakech

El tráfico fluye y casi nadie lleva casco, mientras todos los vehículos se mueven hacia delante y hacia atrás en un esfuerzo por permanecer en continuo movimiento. Y entonces aparece un burro con su carro traqueteando por el carril contrario de la ruta, con grandes orejas peludas y unos ojos que contemplan impasibles los vehículos que se aproximan.

Y esto es lo que adoro de Marrakech. Es una ciudad llena de bullicio, color y cultura, y su caos se presta a la perfección a un paseo turístico en motocicleta. Tan solo 24 horas antes había retirado la moto en Málaga, al sur de España. Y en este momento me encuentro conduciendo por una urbe exótica, extraña y repleta de vistas inolvidables. La ruta en la que estoy ahora llega hasta un cruce con otras tres, y las imponentes torres amuralladas de Medina se alzan ante mis ojos. Respiro hondo y me adentro en el lugar.

Medina caótica

En la Medina, las calles suelen estrecharse, llegando a ser poco más que callejones en algunos lugares. Esto detiene todos los autos con excepción de los más persistentes, pero no las motos. Y desde luego, no a mi. Esa es la razón por la que una moto es perfecta para explorar Marrakech. No hay ningún sitio al que una moto no pueda acceder.

Si el resto de Marrakech parecía caótico, en el interior de la Medina la intensidad y el contraste se multiplican de maner exponencial. Penetro en una calle cubierta de puestos de mercado y repleta de marroquíes de todas las edades. Incluso aquí, donde es imposible caminar sin cambiar constantemente la dirección para esquivar a la gente, las motocicletas no aminoran la marcha. Y sin embargo, esto no parece suponer ningún problema. La voz se alza en contadas ocasiones, y solo durante un segundo.

Chef sirviendo una deliciosa comida a los clientes

Choque cultural

Finalmente llego a Jemaa-el-fna, el centro histórico de Marrakech. Esta plaza no es cuadrada como un elegante palacio europeo, sino más orgánica. Durante el día, Jemaa-el-fna está lleno de oportunistas y artistas que obtienen dinero de los turistas. Hay hombres que llevan monos psicopáticos con correa, y los turistas se acercan y pagan el precio de una comida para sacarse una foto con estos macacos dementes y atormentados. Y luego están los músicos, aporreando tambores y haciendo sonar silbatos que emiten un chirrido nasal. Y también están las cobras.

Enseguida me dirijo al Palais el Badi. Pegada a los muros del palacio está la Kasbah. Mi guía dice que "una Kasbah es una casa fortificada con torres almenadas en una o en todas las esquinas". Es menos impresionante de lo que parece, y me resulta difícil discernir dónde empieza y dónde termina. No quiero entretenerme con ella, de modo que decido continuar la marcha.

He recorrido un largo camino en los últimos dos días, y he tentado mucho la suerte en las últimas dos horas. La cama de mi riad me espera, y estoy listo para ir a su encuentro.

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