Para ser una ciudad que ha sido disputada, doblegada y dividida, Berlín está llena de vida. Los ciclistas circulan a toda marcha, los tranvías traquetean a su paso y los trenes retumban por encima de nuestras cabezas. Al igual que otros miles de turistas, vengo aquí en busca del espíritu de esta ciudad reunificada. Cargada de sueños y políticas e inversión, continúa transformándose día a día.

Uno nunca creería que estamos en una ciudad con tres millones y medio de habitantes. La mayoría de los habitantes locales se desplazan en bicicleta o en tranvía. De noche, las calles de la ciudad se convierten en tu paraíso personal.

Auto circulando por la calle

Invasores del espacio

El espacio es lo primero que te sorprende. Hay tanto espacio. Y tan poco tráfico. Teniendo en cuenta cómo son las capitales, esta es ideal para recorrer, ya sea a pie, en bicicleta o en auto. Incluso en la hora pico, el tráfico es tan escaso que los neoyorquinos estarían bailando en las calles.

Con unas calles tan despejadas, el visitante puede hacer un recorrido turístico por la historia de Berlín en una noche. Desde el muro divisorio hasta Checkpoint Charlie, pasando por el histórico bulevar de Unter den Linden, el apacible parque de Tiergarten, el renacido parlamento Reichstag con su cúpula de vidrio obra de Lord Foster o el opuesto edificio modernista de la Cancillería Federal, todo es sorprendentemente abierto y accesible.

Auto en la ruta de noche

Ecos del pasado

Conduciendo por las calles vacías, me dirijo hacia el oeste al distrito de Charlottenburg. Tiene un aspecto burgués, con grandes calles abiertas y lujosas casas en sus bordes. Pero nada puede preparar al visitante para la firme declaración que representa el Olympiastadion. Inaugurado para los Juegos Olímpicos de 1936, es uno de los pocos ejemplos que quedan de la arquitectura de la era fascista, con dos pilares a la entrada unidos por anillos olímpicos iluminados que se erigen imponentes sobre los visitantes. Corredores solitarios se desplazan con paso pesado y escasa probabilidad de ganar una medalla de oro. Aminoro la marcha a través de Charlottenburg, en ruta hacia Tiergarten.

Antiguo coto de caza de los gobernantes prusianos, el parque central de la ciudad solía servir como límite del muro de Berlín en su margen oriental. En la actualidad unifica el este y el oeste, y su calle principal (Strasse des 17. Juni, bautizada con el nombre de la huelga de trabajadores de Berlín Este de 1953) es totalmente recta e impresionantemente ancha.

En su extremo oriental llego hasta el Reichstag, que estuvo a punto de perderse durante la guerra y no se recuperó hasta 1999, fecha en que fue reconstruido por Sir Norman Foster. Su gloria suprema es una cúpula de cristal, que incluye una pasarela espiral. Al atardecer, a medida que la luz se diluye y su interior se ilumina, puede observarse a los visitantes dando vueltas por ella como hormigas obreras.

Auto en la ruta a medianoche

La calma que precede a la tormenta

Cruzo el río y giro a la izquierda para recorrer la estación de tren más grande de Europa, la Berlin Hauptbahnhof. La vasta estructura de cristal brilla como un faro, visible de noche a kilómetros de distancia. De día es un hervidero de actividad, pero ahora, de madrugada, permanece inactiva como si se estuviera recargando para el bullicio de la siguiente jornada.

Me escabullo para echar un vistazo al Hochbahnviadukt de la ciudad, el sistema ferroviario de acero que se erige sobre mi cabeza. Su entramado recuerda al centro de Nueva York, y serpentea de un modo sinuoso por los vecindarios.

Cuando la ciudad despierta, sus habitantes caminan por la calle bajo las órdenes de un hombrecillo verde. Es el Ampelmann, símbolo reincorporado del tráfico peatonal de la antigua Alemania del Este cuya divertida imagen plasma el espíritu de la ciudad.

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